Ariadna y Teseo
(Versión de Guillermo
Cácharo)
La nave proveniente de Atenas se acerca a la playa
de Creta una vez más. Cada año ocurre lo mismo, Egeo, rey de Atenas, debe
enviarle a Minos como tributo una nave con siete jóvenes y siete doncellas para
ser devorados por el Minotauro[1].
La proa[2]
roja del barco que se distingue en el horizonte parece una herida de sangre que
brota del negro casco, un anticipo sombrío de lo que va a ocurrir cuando los
catorce jóvenes penetren en el Laberinto, para no salir jamás.
Por fin comienza el desembarco. Una vez en la
arena, los siete muchachos y las siete doncellas comienzan a caminar lentamente
hacia la ciudad, escoltados por la guardia cretense. La hija del rey Minos,
Ariadna, observa los cuerpos y los rostros desfallecidos y desanimados de los
atenienses. De todos menos d e uno.
El primero en pisar tierra, el primero en emprender
el camino, delante de la fila acongojada que lo sigue, es diferente de todos
los que han llegado antes, distinto de cuantos jóvenes ha conocido Ariadna. En
su manera de mirar a los cretenses reunidos allí no hay ningún temor, sino más
bien una serenidad desafiante. Su paso es señal de una fuerte convicción.
Ariadna mira a ese joven y entiende lo que el joven sabe: que no ha venido a
Creta a morir.
En ese momento un bramido[3]
feroz, siniestramente humano, va ganando el aire hasta cubrirlo por completo.
Todos enmudecen; nadie puede evitar estremecerse cuando el Minotauro reclama
por sus víctimas, cuando empieza a impacientarse. Minos también lo ha
escuchado; el sonido lo enfurece y descarga contra los objetos que tiene a su
alcance su ira, que también su culpa y su oprobio[4].
Al rey le pesa aún más el castigo de Poseidón le ha enviado por su ingratitud.
El dios había ayudado a Minos a convertirse en el rey de Creta, y este en vez
de cumplir con el sacrificio solicitado, quiso engañar al dios. Poseidón,
enfurecido por la afrenta, decidió vengarse: la presencia del Minotauro, una
criatura cruel y monstruosa, sería el mejor castigo para tan terrible falta.
La guardia encierra a los atenienses, los viste
para el sacrificio y los abandona en una fría habitación a la espera del
funesto encuentro con el Minotauro. De pronto, se escucha con mayor ferocidad
el rugido de la fiera abominable. Los cautivos comienzan a sollozar al oírlo.
Se abrazan unos con otros en el interior de la habitación para darse consuelo.
Teseo se pasea con firmeza de un lado a otro, tratando de calmar a sus
compañeros de infortunio[5].
Al acercarse a la puerta, descubre unos ojos que lo observan por la abertura
que utilizan los guardias para vigilarlos. Pero esos ojos no son de ningún
guardia. Son los de una mujer.
-
¿Quién
eres? –pregunta Teseo.
Una dulce voz responde desde el otro lado:
-
Mi nombre
es Ariadna, soy la hija del rey.
-
No me agrada
saberlo –dice Teseo-. Si vienes a
burlarte de nuestra desgracia…
-
No se
trata de eso –lo corta Ariadna-. Sé
cuán terrible es lo que ha hecho mi padre. Lo lamento más de lo que puedes
imaginar. Me duele ver tanta muerte para complacer a un monstruo. Querría que
todo esto terminara de una vez. Quiero irme de aquí.
Teseo escruta la mirada de Ariadna y ve que sus
ojos no mienten. Entonces dice:
-
Si termino
con el monstruo, ¿vendrás conmigo?
La muchacha siente que el Destino está de su parte,
que Teseo ha venido a salvarla de su suerte y por eso ella quiere ayudarlo: le
entrega una pequeña espada y un ovillo.
-
Esto te
ayudará a cumplir tu voluntad. Escóndelo
en tu ropa. Si atas el extremo del hilo en la entrada del Laberinto,
sabrás cómo salir después de matar al Minotauro.
Los jóvenes se despiden con la promesa y la
esperanza de volverse a ver luego del enfrentamiento entre Teseo y la bestia.
Momentos después, el eco de un nuevo rugido lejano y ansioso del Minotauro
cruza la noche.
La mañana ha llegado. Los atenienses son conducidos
hasta las puertas gigantescas del Laberinto. Teseo es el primero en atravesar,
con decisión, las puertas que han tenido que mover cuatro hombres juntos.
Apenas transpone el umbral, Teseo ata un extremo
del hilo en una saliente de la pared y busca entre sus ropas la pequeña espada.
Sin soltar el ovillo, desenrollándolo lentamente avanza por el primer pasadizo
hacia su derecha. Detrás de él se oyen los gemidos de los otros jóvenes
atenienses.
Teseo avanza con cautela. Los corredores son
estrechos y se bifurcan[6]
constantemente: a poco de andar se da cuenta de que ha perdido la orientación.
Alza la vista hacia el cielo. Tan altas son las murallas que resulta casi
imposible distinguir desde dónde llega la luz del sol. El laberinto es inmenso.
Falta poco para que el ovillo llegue a su fin cuando Teseo presiente que no
está solo son sus compañeros. Se da vuelta rápidamente. Desde el final del
pasillo en el que se encuentran, una figura espantosa corre hacia ellos.
Echando vapor por la nariz de toro y espuma por la
boca, bramando con los ojos como fuego, el Minotauro llega hasta Teseo y se
balanza sobre él.
Teseo calcula el movimiento con cuidado, y en el
momento preciso, salta hacia el costado, lo necesario para esquivar la
embestida[7].
Con furor, descarga toda la potencia de su puño sobre la cabeza de la bestia.
El Minotauro tambalea un poco. Frena y se vuelve con rabia. Repite la
acometida. Otra vez Teseo consigue saltar de lado y descarga sobre la bestia
uno, dos, tres golpes, como si su brazo fuera la poderosa maza de un herrero.
El monstruo tropieza. Está apenas atontado, pero de su sien brota ya un hilo de
sangre. Teseo aprovecha la situación. Antes de que recupere fuerzas, salta
hacia el Minotauro y le hunde la espada en la garganta. El Minotauro cae sobre
su espalda. Sus ojos van perdiendo brillo, hasta que por fin los apaga la
sombra de la muerte.
Cuando están todos convencidos del triunfo, los
atenienses corren a abrazar a Teseo, a besarle las manos. Varios se hincan[8]
ante él.
-
No perdamos
un segundo, amigos –los incita Teseo-. Todavía
debemos salir del Laberinto y de esta isla aborrecida.
Recoge entonces el pequeño resto del ovillo, que ha
caído a tierra durante la lucha, y con premura lo va enrollando para deshacer
el camino hacia la playa.
-
¡No hay
tiempo! –grita el héroe-. ¡Debemos
zarpar antes de que lleguen las fuerzas de Minos!
Unos instantes después, la negra
nave de proa roja vuelve a cortar las aguas rumbo a casa. Ariadna se abraza a
Teseo en la cubierta y mira el horizonte, donde una nueva vida la aguarda.
Teseo da indicaciones para que
la nave se dirija a la isla de Naxos, donde buscarán provisiones y descansarán
para luego continuar viaje a Atenas.
Luego del arribo, los hombres
encienden fuegos en la playa y recorren las cercanías en procura de agua y
víveres para el resto de la travesía. Con las otras mujeres, Ariadna busca
algún lugar donde puedan pasar la noche. Tan cansada se siente, que cuando encuentra
un sitio de pasto mullido, reparado por unas rocas, se recuesta y se queda
profundamente dormida.
Al despertar, Ariadna comprueba
que ya es de mañana. Se incorpora y aguza el oído en busca de las voces de sus
compañeros de viaje. Nada.
Entonces corre hacia la costa,
llamando y gritando:
-¡Teseo!
No obtiene respuesta. En los
lugares donde los hombres encendieron los fuegos solo quedan cenizas. Hay
rastros de movimiento en la arena, pero allí no están las mujeres ni los
hombres. Ariadna gira hacia todos lados para cerciorarse. Y con terror reconoce
su situación: ya no está allí la nave. Otra vez busca, hurga[9]
el espacio con sus ojos. Finalmente la ve. Lejos, muy lejos, rumbo a Atenas,
sin ella.
En la cubierta de su barco,
Teseo está sombrío[10],
cabizbajo. No ha respondido a las preguntas de sus compañeros. Temerosos de
enojarlo, de provocar su ira, ellos han decidido no preguntar más. Nadie sabrá
nunca por qué el héroe abandonó a Ariadna en la isla de Naxos. Algunos dicen
que no estaba enamorado de ella, sino de otra mujer. Hay quienes suponen, son
los menos, que al no poder encontrarla la dio por perdida, y resignado
reemprendió el viaje. Otros cuentan que un dios se le apareció y le dio la
orden de dejarla allí para hacerla su esposa.
Sea como fuere, Teseo hace el
resto de la travesía hundido en su tristeza. Que no ha de ser la última.
Durante varios días, el rey
Egeo, padre de Teseo, ha escrutado el horizonte desde un acantilado del extremo
sur de Ática[11].
Al fin la nave aparece, inconfundible. Tarda horas en hacerse más visible,
mientras el corazón del rey late de ansiedad. Cuando está a la vista, el dolor
se apodera de su alma.
-¡Son negras! –exclama-. ¡Las
velas son negras!
Egeo no sabe que su hijo está
vivo, que vuelve victorioso del enfrentamiento con el Minotauro, que en su
aflicción[12]
ha olvidado cambiar las velas por unas blancas tal como se lo había pedido su
padre antes de partir.
El rey, desesperado frente a la
supuesta muerte del hijo, se arroja desde la altura de un acantilado y muere en
las azules aguas del mar. El mar que, desde ese día, lleva su nombre.
En Mitos en acción 2,
Bs. As., La estación, 2009. (Adaptación)
[1] Minotauro: ser mitológico, con cabeza de toro y cuerpo
de hombre.
[2] Proa: parte delantera de la embarcación.
[3] Bramido: la voz del toro en este caso.
[4] Oprobio: vergüenza, culpa.
[5] Infortunio: desgracia
[6] Bifurcar: dividirse en dos ramales.
[7] Embestir: ir con ímpetu sobre alguien o algo.
[8] Hincarse: arrodillarse.
[9] Hurgar: revisar.
[10] Sombrío: melancólico.
[11] Ática: región de la península griega donde se
encuentra Atenas.
[12] Aflicción: que causa tristeza, inquietud.
Me entristecio pero me gusto
ResponderEliminarUnu
ResponderEliminarEs una mierda xd
ResponderEliminarPorque se afirma que teseo es un heroe? es para una tarea xd
ResponderEliminarMe encanta
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